Vivir es hoy ansiar la servidumbre, ofrecer el cuello de manera educada para que alguien se digne colocar en él un bonito collar con la leyenda "contratado". Se han reducido las distancias pero, curiosamente, se han fosilizado las fronteras. Y, por último, Dios ha vuelto, y lo ha hecho acompañado de todos sus colegas, tantos que faltan edificios para construir nuevos templos en los que esconder la desgracia de ser mortales.
No llevamos bien la efimeridad, y esta cualidad ontológica que nos define es la que necesita cadenas para simular peso y certeza, o, lo que es lo mismo, permanencia. Por eso la libertad no es un estado, un lugar que se alcanza ya para siempre, sino un tránsito que consiste en el continuo deseo de liberarse.
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