En mis novelas, los planes previos, los esquemas, los temas y las voces vienen con las palabras que van sucediéndose, una tras otra. Quizás haya un islote en el horizonte desde el principio, pero entonces me parecería absurdo escribir doscientas páginas para llegar a él. Múltiples, confusos e inexistentes deben ser los islotes que el escritor tiene en su horizonte.
Escribí una novela que narra la creación de una nueva Iglesia en un bar de barrio porque imaginé a un viejo que había decidido escupir desde la ventana de su casa a los transeúntes en "El Santo de Fingida", y que era eso o morirse, no de viejo, sino de aburrimiento.
¿Estaba la Iglesia, y Metaesputo, y Amigos de la Cerveza y del Viejo, y los Pipas, y Dani y el mítico Sr. Mariano o Ángeles en esa imagen? Por supuesto que no. Eso no estaba dentro mío. Eso vino con las palabras que utilicé para narrar al viejo que había imaginado, no sé por qué, y que comenzaban así: "Aquella ventana era, por supuesto, una puerta. Desde ella vivía el Viejo, que no lo era
tanto como parecía (aunque era viejo). Alguna vez, de pequeño, el Viejo había sido veloz. Ya no.
Ahora sus movimientos eran lentos y cansados".
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