Se adaptan los viejos látigos para golpear nuevas espaldas que se han creído con el derecho a indignarse, como si eso no fuera un deber, y más aún, como si ese deber no fuera acompañado, además, de la obligación a desertar, a dejar que esos nuevos látigos se deshagan como azucarillo cuando se descubran golpeando aires vacíos de un juego en el que nadie cree pero que todos siguen comprando. Pero, ¿es posible todavía desertar? Y, antes, previamente, ¿qué significa hoy, aquí, ahora, desertar?
Oh, vamos, ¿es sólo una de esas palabras, otra más, que fueron y ya no son, o que, acaso, sólo evocan un pasado o ni eso? ¿Qué es para mí desertar, para mí que lo evoco como la obligación que sigue al deber de no dejarse tomar el pelo? No lo sé.
Lo que ahora sé es que escribir es adentrarse en un misterio sin retorno, bajar por una caverna y seguir bajando siempre hacia lo más profundo, y yo me encuentro ahora en el círculo donde las palabras que escribo comienzan a difuminarse, como si bajando uno se acerque a un fuego que acabe quemándolo, cuando siempre habíamos pensado que ese fuego lo que hacía era iluminar.
jueves, 2 de febrero de 2012
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