Los amos conocen sobradamente el precio de sus caricias, y posan sus áureos brazos sobre lomos cobardes y anhelosos para asegurarse próximas obediencias. Siempre ha sido así. Siempre será así. “Dispara”. Y disparas, y luego esperas, como esperan los perros, el trozo de chocolatina y la media palmada. Los más osados fruncirán el ceño, pero disparan. Siempre se dispara si la orden es disparar. Y es que esa es la forma en la que sigue viviendo el dios muerto entre nosotros, la del fuego, el miedo y la obediencia, aliñada con memos citando memeces y un rebaño histérico con hiperbólicos emoticonos.
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